Revisando un diario, especificamente La Tercera el día lunes 14 de febrero de 2011, encontré un artículo bastante ineresante relacionado con educación y la diversidad cultural. Me pareció interesante poder compartirlo con ustedes para reflexionar.
Por Peter Singer Profesor de bioética en la Universidad de Princeton © Project Syndicate
Hace años, una de mis hijas preguntó: "¿Qué prefieres, qué seamos inteligentes o que seamos felices?"
Me acordé de eso cuando leí el artículo "Por qué las madres chinas son superiores", de Amy Chua. Su tesis es que, cuando se los compara con sus pares norteamericanos, los chicos chinos tienden a ser más exitosos, porque tienen "madres tigres", mientras que las madres occidentales son gatitos, o peor. A las hijas de Chua nunca se les permitió mirar televisión, jugar juegos en la computadora, quedarse a dormir en la casa de alguna amiga o participar en una obra de teatro de la escuela. Tenían que pasar horas todos los días tocando el piano o el violín. Se esperaba que fueran las mejores alumnas en todas las materias, excepto en gimnasia y en teatro.
Las madres chinas, según Chua, creen que los hijos, una vez que pasan los primeros años de vida, necesitan que les digan, en términos precisos, si no cumplieron con los niveles altos que sus padres esperan de ellos. Sus egos deben ser lo suficientemente fuertes como para soportarlo. Pero Chua, profesora en la Facultad de Derecho de Yale, vive en una cultura en la que se considera que la autoestima de un chico es tan frágil que los equipos deportivos infantiles les dan el premio al "jugador más valioso" a todos los integrantes del equipo.
Stanley Sue, profesor de la Universidad de California, ha estudiado el suicidio, que es particularmente común entre mujeres norteamericanas de origen asiático (en otros grupos étnicos, se suicidan más hombres que mujeres). El cree que la presión familiar es un factor importante.
Chua respondería que alcanzar un alto nivel de logros aporta una gran satisfacción y que la única manera de lograrlo es mediante el esfuerzo. Quizás, ¿pero no se puede alentar a los chicos a que hagan cosas porque intrínsecamente valen la pena, y no por temor a la desaprobación de los padres? Coincido con Chua hasta este punto: negarse a decirle a un chico qué hacer puede llegar demasiado lejos.
El enfoque de Chua es implacable en cuanto a las actividades solitarias en el hogar, sin ningún aliento de las actividades grupales, ni ninguna preocupación por los demás, ni en el colegio ni en la comunidad en general. Por eso parece pensar que las obras de teatro escolares son una pérdida de tiempo.
Sin embargo, participar en una obra escolar implica contribuir al bien de la comunidad. Si los chicos talentosos se quedan afuera, la calidad de la producción se verá afectada, en detrimento de los otros que forman parte (y de la audiencia que la verá). Y todos los chicos cuyos padres les prohíben participar en estas actividades pierden la oportunidad de desarrollar habilidades sociales que son igualmente importantes y gratificantes- y cuyo dominio es igualmente demandante- que las que monopolizan la atención de Chua.
Deberíamos apuntar a que nuestros hijos sean buenas personas, y que vivan vidas éticas que manifiesten preocupación por los demás, así como por sí mismos. Este enfoque de crianza está relacionado con la felicidad: existe abundante evidencia de que aquellos que son generosos y amables están más contentos con sus vidas que aquellos que no lo son. Si todos pensamos solamente en nuestros propios intereses, vamos camino al desastre colectivo.